¿Es posible un mileísmo con buenos modales?

¿Es posible un mileísmo con buenos modales?

Javier Milei solía caracterizar al macrismo como “kirchnerismo con buenos modales”. Es decir, una propuesta política que impulsaba un programa económicamente liberal que se fue vaciando de sustancia con un culto excesivo a los formalismos republicanos y al diálogo político, por el que se infiltraron la lentitud, la ineficiencia y la heterodoxia.

Cabe preguntarse entonces si es posible un “mileísmo con buenos modales”. O si, por el contrario, la ruptura de las convenciones del debate público y la desatención progresiva a ciertas balizas institucionales son concebidos como componentes necesarios de las políticas públicas del Gobierno para la aplicación de las principales medidas económicas.

Podemos conjeturar si el dilema económico entre “gradualismo o shock” es válido también para la acción y el discurso políticos. Si la faz agonal de la política –naturalmente agresiva y propia de los tiempos electorales- no exige, desde la óptica oficial, imponerse sobre la faz arquitectónica durante la gestión. ¿No es acaso una de las principales promesas de la campaña de Milei? Una “antiarquitectura” que consiste en desmontar, quebrar, demoler las estructuras anquilosadas, las tramas opacas y los espacios dialécticos que las hacían posibles.

La forma es el mensaje

En las transgresiones presidenciales a las formas parece cifrarse un mensaje que apunta al fondo. Milei, como fenómeno político, es un producto televisivo, amplificado –y simplificado- por las redes, atrapado finalmente por su lógica. En el ecosistema digital no hay un terreno fértil para la deliberación reposada. Imponer un discurso requiere capacidad viral para capturar atención.

Alfred Harmsworth, propietario del Daily Mail, decía que no hay noticia cuando un perro muerde a un hombre sino cuando un hombre muerde a un perro. El ejemplo canino aplica al Presidente. Es el quiebre de las convenciones lo que le hace ganar protagonismo en la discusión pública. Lo excéntrico es lo que ocupa el centro. No son los saludos que da en un acto protocolar los que serán recordados sino los que no da. Ni los elogios o los intercambios de argumentos sino los agravios o el tono inflamado de una declaración. Lo que puede ser reducido a un reel de pocos segundos, a una imagen o a un meme.

Una pregunta inquietante de estos tiempos, a nivel global, gira en torno a la compatibilidad de esta cultura sintética con la complejidad y los ineludibles procesos deliberativos propios de la democracia.

Otro interrogante, bajado al plano nacional, apunta a los efectos que este fenómeno puede tener en la viabilidad económica del proceso en marcha.

Un futuro luminoso

El tucumano Ricardo Arriazu, uno de los economistas más valorados por el Presidente, en su última visita a la provincia describió un posible futuro luminoso para la Argentina hacia 2030 de la mano de lo que nos regala la naturaleza combinado con su explotación eficiente. Podríamos pasar de un reciente déficit energético en 2022 a un superávit anual de 32.000 millones de dólares. A eso se sumaría una suma equivalente aportada por el campo. Más otra, eventualmente mayor, derivada de las minas de litio, cobre, plata y oro. Y sobre esto, lo aportado por la industria tecnológica.

El puente para llegar a ese porvenir venturoso se apoyaría en disciplina fiscal y monetaria, más inversión. Una apuesta de decenas de miles de millones de dólares. Y, advierte Arriazu, con un ojo político en un escenario en el que “la destrucción es más rápida que la creación”.

Un primer tramo del puente a ese futuro está apoyado en la preservación de la pax económica –conformada por cuentas equilibradas, inflación decreciente y dólar estable, abonada hasta ahora por el blanqueo, el acuerdo con el Fondo y el capital volátil del carry trade- que requeriría, en un segundo tramo, generación de reservas, recuperación de capacidad crediticia, baja progresiva de impuestos y una reformulación de la estructura normativa laboral y previsional.

Nubes en el horizonte

Los inversores –extranjeros y locales- siguen con atención los resultados electorales para testear la sustentabilidad del plan del Gobierno y las perspectivas de la oposición. El oficialismo apuesta a la polarización con el kirchnerismo, jugada que genera el riesgo de licuación y fragmentación del centro político –y con él de alguna opción moderada competitiva- junto con la consolidación del otro extremo del arco ideológico. Esto sirve para construir identidad por contraste pero aviva el temor a una pendularidad que eventualmente arrase los avances de la gestión y las convicciones más razonables que impulsaron las transformaciones.

El respeto de las formalidades democráticas, la calidad de la discusión pública, la independencia de la justicia, el vigor del periodismo, el cuidado de una arena política que permita la configuración de una alternancia apoyada sobre consensos básicos. Son presupuestos institucionales sobre los que se construye la confianza de inversores y de la ciudadanía en general para apostar a largo plazo. Sobre esa dinámica, configurada en buena medida por gestos, se apoya la convicción de que el derecho de propiedad, los derechos políticos y las libertades individuales –hijas de la posibilidad de expresarse sin temor a represalias- serán respetados.

Las sombras del fleje

“Son cosas de los imbéciles abanderados de las formas. A mí me gusta jugar al fleje pero juego siempre dentro de la ley”, dijo Milei en una entrevista reciente. La metáfora tenística sobre la afición del mandatario a explorar los límites del sistema impulsa a pensar en las consecuencias de esos merodeos.

La debilidad política de origen y la emergencia económica heredada empujaron al Gobierno a emplear mecanismos controvertidos o de baja calidad institucional –los decretos de necesidad y urgencia, el intento de controlar la Corte, los ataques virulentos a las críticas, el poder extraordinario de figuras inorgánicas en la administración pública, etc.- combinados con un discurso estridente que intentara opacar esa fragilidad esencial. La Argentina, no obstante, es un país en el que rige el estado de derecho.

Estamos lejos de lo que viven los ciudadanos turcos con disidentes encarcelados por el presidente Erdogan o los húngaros con el asfixiante clima generado por el presidente Orban –aunque representantes oficiales y oficiosos del gobierno argentino se reúnan con él-. O de una negativa de un líder como Jair Bolsonaro a aceptar una derrota electoral; y del terremoto institucional y económico que está generando Donald Trump –a pesar de la simpatía que les profesa nuestro presidente-. También hay una gran distancia respecto de los “malos modales” del kirchnerismo. Pero hay consonancias que preocupan.

En X, ese canal que hace público nuestro monólogo interior, el Presidente retuiteó el miércoles pasado un mensaje de un usuario que proponía cerrar el Congreso. Es poco probable que el mandatario piense en acabar con la división de poderes y seguramente lo que buscó fue exhibir el hartazgo ciudadano ante lo que interpreta como abusos de los legisladores. Son esas sintonías discursivas, con ciudadanos ofuscados o líderes con tintes autoritarios, lo que engendra un fundado temor a una réplica de escenarios o a una conversión de palabras en acciones.

El encanto por el turismo en las fronteras de la institucionalidad siembra inquietudes. La frontera es el espacio del contrabando, una delimitación porosa que separa lo lícito de lo ilícito, el insulto de la violencia física, la legitimidad democrática de las deformaciones autoritarias. ¿No desaprovechamos, acaso, la “década de los commodities” por haber bordeado insistentemente esas fronteras?

No es una neurosis de los “prolijitos”. Así llamaban legisladores kirchneristas a sus adversarios durante el gobierno de Macri, aludiendo sarcásticamente a un apego a las normas asociado a una incapacidad para preservar la estabilidad. Los argentinos hemos alternado fórmulas que disocian ambos términos sin percatarnos que un futuro próspero implica una convivencia posible entre gobernabilidad e institucionalidad.

Un oxímoron

“Es de cristal”, dijo Milei refiriéndose a Mauricio Macri, cuando lo consultaron sobre sus quejas por la circulación del video fake el día de las elecciones porteñas. En esa definición hay una postulación indirecta de una esencia. Milei se concibe como un “líder antifrágil”, uno que no solo tolera sino que se nutre del conflicto, el estrés y la volatilidad. Un fóbico al acuerdo.

No parece probable, entonces, una metamorfosis que revele un “Milei con buenos modales”. Hay, a pesar de la aparente contradicción, mileístas dialoguistas. Son los “policías buenos” que permitieron construir alianzas, impulsar conversiones de referentes de otros espacios, tejer mayorías o minorías estratégicas en la actividad legislativa, forjar lazos con distintos sectores y consolidar la gobernabilidad.

La incógnita es si el dialoguismo seguirá actuando como el contrapeso que fue en el primer año y medio de la gestión o si, ante un eventual triunfo legislativo, será licuado al iniciar el segundo bienio de la gestión, aunque sea la etapa en que pareciera imprescindible para impulsar las pendientes reformas estructurales que deben pasar por el Congreso.

Las dudas son alimentadas por una creciente intolerancia a los matices. La violencia verbal oficialista se dirige, con mayor énfasis, contra lo más cercano, contra quienes hablan a una misma audiencia.

¿Habrá, en algún momento, un intento de construir una opción centrista competitiva? ¿Con qué fisonomía? ¿Un mileísmo sin Milei? Difícil de concebir, la mera sospecha de la insinuación de esa idea significó el ostracismo para la vicepresidenta. ¿Macri candidato en 2027, o se esfumó la posibilidad de un “segundo tiempo” después de la derrota porteña? ¿Una renovación generacional que podría encarnar un gobernador del Pro o del radicalismo? ¿O la opción podría venir del otro extremo? ¿Un “kirchnerismo de buenos modales” encarnado por un Kicillof aburguesado que propone enterrar a Cristina?

Estas hipótesis requieren una “avenida del medio” con políticos que se animen a transitarla. ¿Existe esa avenida o es una platabanda poblada de flores que nadie quiere pisar? ¿Y si la construcción de una alternativa no viniera del centro vacante sino, por fuera de los actuales extremos, con un outsider aún invisible para cualquier radar?

Todas preguntas prematuras que a esta altura solo sirven para ilustrar la abrupta reconfiguración de la política argentina en el último año y medio. El principal interrogante del presente, y del mediano plazo, es si el mileísmo -a pesar de Milei- encarnará una versión moderada de sí mismo o si es un fenómeno condenado a la aceleración.

Más humanos

“A lo largo de 300.000 años que lleva el homo sapiens en la tierra, la condición natural de la vida del hombre fue la pobreza extrema”. Así comienza el último artículo publicado por el presidente Milei en un medio periodístico (en Infobae, la semana pasada). Parte de esa visión macrohistórica para señalar los beneficios del capitalismo. Si la historia de nuestra especie se desarrollara en un solo día, el capitalismo solo duraría los últimos tres segundos, apunta Milei.

También puede ser interesante reflexionar sobre los primeros segundos de la aventura humana, para entender cuánto hay de cambio y cuánto de continuidad en lo que nos pasa hoy.

Stanley Kubrick imagina en 2001: una odisea en el espacio un paradójico despertar de la humanidad cuando un primate descubre que un hueso, encontrado en el suelo, puede convertirse en un arma. Con ese hueso puede golpear y herir a otro. Descubre una tecnología primaria para matar y ejercer poder.

Freud sitúa ese primer eslabón civilizatorio un poco más adelante, quizás horas más tarde de ese mismo día. En el momento en que ese homínido, por primera vez, en lugar de golpear a otro con su hueso, lo insulta. Un probable gruñido que sublimó la agresión física.

Yuval Harari, conjeturo, iría un paso más allá y probablemente imaginaría ese segundo cero de la humanidad en el instante en que el primate dejó caer al suelo su hueso, abriendo su mano y tendiéndola a otro para cooperar.

Llevamos cientos de miles de años moviéndonos entre los posibles extremos de esa escena primitiva. Entre los agravios que arrojamos –personalmente o en redes-, los golpes que damos –en peleas callejeras o en guerras-, las manos que estrechamos o evitamos estrechar. Al periodismo le corresponde registrar y transmitir esas escenas tan humanas, preguntándose todo el tiempo por qué.

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